Un charco de gasolina derramada por accidente en su casa de tablas fue el infierno de Aurora. No supo de dónde vino la chispa, pero en un segundo el líquido se levantó del suelo como un fuego violento que la envolvió, fundió piel con ropa y le hizo de la moña de pelo solo humo negro. Fue un lento soplo de horror.
Por puro instinto de supervivencia arrancó a correr envuelta en llamas hacia el imponente río Caguán -que pasa por toda su vida y frente a su rancho- y se revolcó en el lodazal hasta que logró aplacar la candela. Cuando los vecinos acudieron, Aurora, de 35 años y con tres hijos, tenía las heridas abiertas, sucias de barro. Eran las cinco de la tarde del pasado 25 de julio, cómo olvidarlo. En ese momento empezó un esfuerzo conjunto y desesperado por sacarla del puerto de Cumarales y llevarla a un centro médico en la cabecera municipal de Cartagena del Chairá.
Fue un viaje tortuoso, y caro. Salir del medio hacia el alto Caguán es algo que significa ante todo plata y distancia. La travesía se hace por el gran río, que visto desde la lejanía del cielo es como una culebra oscura rompiendo a lo largo la espesa selva que cubre el departamento, imponente. Por orden del Ejército, desde hace varios años es prohibido navegar de noche, se trata de una medida de seguridad en una inabarcable maleza donde por décadas las Farc fueron la única autoridad. A riesgo de ganarse un tiro, a las ocho de la noche, cuando por fin consiguieron una lancha rápida y gasolina suficiente, un vecino y el esposo de Aurora se embarcaron con ella en busca de un doctor, río arriba.
Luego de tres horas sorteando las adversidades arribaron a Cartagena del Chairá. Allí, Aurora por fin recibió las primeras atenciones. Tras esto la remitieron en ambulancia hasta Florencia, la capital de Caquetá. Y de Florencia la trasladaron vía aérea hasta el hospital Simón Bolívar de Bogotá, donde permaneció un par de meses.
"Cuando me dieron de alta, volver otra vez acá también fue complicadísimo", me dice mientras se queja por los dolores intensos y recurrentes en varias articulaciones del cuerpo arruinadas por el fuego. Con todo y eso, sonríe y apunta que en Cumarales las condiciones no son tan precarias como veremos, más adelante, cuando arribemos a Peñas Rojas, en el bajo Caguán, donde los gallinazos adornan las casas de la gente.
Los pueblos a lo largo del río Caguán son como islas remotas. Cuando un foráneo llega es el centro de atención y los habitantes se desviven por atenderlo sorprendidos de ver a alguien que fue hasta allá. ¿A qué viene?, se preguntan incrédulos. Del mismo modo que los visitantes nos preguntamos: ¿Por qué se quedan?
A simple vista, lo que se ve son mil razones para irse. Las necesidades básicas son carencias. No hay energía eléctrica, salvo en Remolinos del Caguán; no hay sistema de salud y sí un agreste ambiente en el que se incuban enfermedades fatales. No hay agua potable, mucho menos empleo o instituciones de capacitación, amén de algunas escuelas en condiciones precarias. La comunicación telefónica es casi un milagro. No hay vías de comunicación, con excepción del río a un costo inalcanzable por el valor de la gasolina (un par de canoas con motor ofrecen el servicio, un puesto desde el bajo Caguán hasta Cartagena del Chairá cuesta entre 150.000 y 200.000 pesos). Por esa misma razón la comida escasamente llega. Muchas veces no. Por cuenta de las lluvias de glifosato los cultivos de pan coger se arruinan, igual que el ganado. Y la situación de seguridad es una tensión constante en la que vive la gente: vigilada por el Ejército, ante el que no se pueden mostrar amigables pues temen los ajustes de cuentas de las Farc.
Pero no siempre fue así. Los vastos territorios del Caguán empezaron a ser colonizados hace unos setenta años por campesinos sin tierra que soñaban con un pedazo de terreno para levantar una casa y trabajar. Los primeros se adentraron en la selva para tener algo. En los años cincuenta vino una segunda oleada de desarraigados provenientes del centro del país (Huila, Tolima, Cauca), que huían de la Violencia interpartidista y perseguían el sueño de una finca. Abrieron otros 'claros' en la selva tratando de salir adelante. A comienzos de los ochenta llegó la coca y les ofreció por primera vez a los empobrecidos colonos la posibilidad de un ingreso fijo cada 45 días, dinamizando el transporte por el río y el comercio en general. El negocio fue tan próspero que la coca se expandió hasta hacer de Caquetá un gran monocultivo controlado por las Farc a punta de fusil y terror. Todo con la cómplice ausencia del Estado.
El fin del abandono oficial se llamó Plan Patriota y vino luego de que se rompieron los diálogos de paz (1998-2002). El gobierno del presidente Uribe diseñó e implementó el más gigante operativo militar del que se tenga registro para eliminar a las Farc en su refugio histórico. Con altísimos costos, el Ejército logró arrebatarle a la guerrilla el control de la zona. A través de puestos de mando y vigilancia en puntos estratégicos, desde 2004 todo lo que se mueve a lo largo del río Caguán es escrutado por la Fuerza de Tarea Conjunta Omega, que opera en tierra, agua y aire. A su vez, la Policía Antinarcóticos avanza en el mismo sentido que el río con fumigaciones aéreas y brigadas de erradicación manual desterrando la coca. Del próspero negocio solo quedan recuerdos.
Una vez la fuerza pública lograra el control de la zona vendría el Plan de Consolidación, que traería la presencia del Estado a través de instituciones y programas de inversión social. Pero esta fase sigue siendo un asunto pendiente. Los habitantes a lo largo del río Caguán dicen que hasta ahora la única cara que conocen del Estado es el verde oliva del Ejército. Rechazan la represión que este ejerce sobre ellos, y si se les pide un ejemplo de esos "atropellos" pueden pasar horas narrando irregularidades que se corroboran al recorrer la zona.
Los ex habitantes de la vereda Peñas Coloradas, en el medio Caguán, son el más vivo ejemplo. Todos citan la fecha exacta: 25 de abril de 2004. Ese día la fuerza pública entró al caserío que ocupaban unas 700 familias. "Nos reunieron y nos dijeron que por nuestro bien nos fuéramos, pero ya", recuerda un campesino. Todos huyeron. Hoy en el pueblo, que dice el Ejército era un fortín de las Farc, no hay ni se permite el ingreso de un solo civil. Las humildes casas de madera desde entonces son ocupadas por los militares de la brigada móvil 22, mientras que sus propietarios viven desplazados. Muchos están en Cartagena del Chairá, desde donde intentan acciones legales y cívicas para que les restituyan sus bienes.
Los oficiales de mando instalados en Peñas Coloradas niegan que su tropa tenga tomado el pueblo, pero no permiten ningún ingreso, ni siquiera a la prensa. Sin embargo, a simple vista se ven los palafitos, sobre la línea del río, tomados por los uniformados, y por las calles que se adentran al pueblo se observa que los soldados entran y salen de las viviendas. En el inmueble que da frente al punto de desembarco y donde antes funcionaba un restaurante hay un retén militar permanente.
Allí deben registrarse todas las personas que transitan el río. Desde ese punto el Ejército restringe los volúmenes de alimentos que los pocos comerciantes que quedan intentan llevar a los poblaciones río abajo. Igual ocurre específicamente con los medicamentos y la gasolina y, en general, con toda la mercancía que se intenta transportar por allí. Por cuenta de la sospecha de que todo va para la supervivencia de la guerrilla, los campesinos malviven.
El abastecimiento de la comida es cada día más difícil y los precios son absurdos. Una panela en el bajo Caguán puede costar 6.000 pesos. Por falta de combustible hace años que no funcionan las plantas de energía que tienen algunas poblaciones privilegiadas, con las que antes podían iluminar sus noches.
Los puestos de salud que algunas comunidades han construido están abandonados. Ni siquiera se encuentra allí un botiquín de primeros auxilios. "O sea, no tenemos derecho a enfermarnos", concluye un campesino un poco más al sur del río, en el puerto de Santo Domingo.
En diciembre pasado una brigada de salud del Comité Internacional de la Cruz Roja recorrió ocho puertos entre el medio y el bajo Caguán ofreciendo asistencia médica, odontológica y de vacunación gratuita. Centenares de campesinos arribaron al puerto más cercano para recibir alguna atención o vacunar a sus hijos.
Jorge Ramiro Valencia, un jornalero de 48 años que parece de 70, fue a consultar un malestar que lo aqueja desde hace un lustro: no ve por el ojo derecho, este se le volvió una masa blancuzca mínima que reposa al fondo de la cuenca, como inerte. Hace años, cuando le inició ese problema, reunió plata y fue hasta Florencia. Allá logró el veredicto de un médico que le explicó que tenía toxoplasmosis ocular y que debía operarse pronto. Empezó los trámites, pero renunció porque la intervención se la hacían por ocho millones de pesos y apenas logró juntar cuatro. "Me tocó quedarme así", dice.
En jornadas extenuantes, los jóvenes médicos del Cicr encontraron, ante todo, centenares de campesinos -en su mayoría niños- afectados por cuadros de poliparasitismo intestinal. Se requiere una intervención urgente antes de que las consecuencias para los menores sean también irreversibles.
¿Si las cosas son tan complicadas, por qué no buscan mejores condiciones en otra parte? Esa pregunta, formulada en el Caguán, es respondida con más preguntas por los habitantes. A dónde. Cómo. A qué. Explican que a quienes se han ido se les cierran las puertas tan pronto mencionan que provienen del Caguán, porque están estigmatizados. "Supuestamente acá todos somos terroristas".
La sospecha de prestar colaboración o ser parte de las Farc recae sobre todos y da para abusos indignantes. En mayo de 2008, el fiscal Ramiro Antury, delegado ante las Fuerzas Militares, realizó la captura masiva de 28 personas en Remolinos del Caguán y algunas veredas aledañas, acusándolas de rebelión y terrorismo. Dos años después, el epílogo de esa historia no puede ser más paradójico: Antury fue detenido y extraditado a Estados Unidos por narcotráfico, mientras que la mayoría de las personas que había capturado en distintas redadas están libres (pero estigmatizadas) porque los jueces no conocieron pruebas que los vinculen con la insurgencia.
La guerrilla, aunque reducida y replegada, no ha dejado de sembrar terror como lo hizo plenamente a lo largo de casi cuatro décadas en las que asesinó a todo el que no se sometía a sus órdenes. La gente de estos pueblos sabe bien que por el aire flota una sentencia de muerte para quien preste colaboración al Ejército. Dicen que por eso el pasado 11 de octubre una joven, madre de cuatro niños, amaneció abaleada en la orilla de una vía rural de Remolinos. Para evitar suspicacias fatales, se requirió que para practicar el levantamiento del cadáver intervinieran seis integrantes de la junta de acción comunal y siete vecinos más, tratando de garantizar imparcialidad.
En el Caguán la imparcialidad significa supervivencia. El padre Giacinto Franzoi, el líder más destacado de la zona hasta hace un par de años cuando retornó a Europa, lo supo mejor que nadie. Trabajó sin problemas, por 30 años en este polvorín amén de un señalamiento infundado a instancias del fiscal Antury. Franzoi fue el primero en proponer una alternativa a la coca: el cacao. Gestionó recursos y apoyó a los campesinos para que se organizaran y sustituyeran sus cultivos ilegales bajo la consigna 'Sí al cacao, no a la coca'. Muchos se comprometieron y lo traicionaron sembrando coca entre el cacao. Obstinado, Franzoi continuó. Creó una pequeña empresa para procesar cacao. Se trata de Chocaguán, hoy todo un referente y distinguida con el Premio Nacional de Paz en 2004. El cacao es la única esperanza de un desarrollo económico en el Caguán. El Cicr está apoyando iniciativas en este sentido, en varios puertos.
A pesar del esfuerzo, solo una acción decidida del Estado puede imprimirle al proyecto el vigor que requiere. En el extremo sur del bajo Caguán han escuchado de la esperanza del cacao, pero no conocen la primera mata. Es el caso de Peñas Rojas, una población donde la miseria es el paisaje dominante. Un bote de carga que zarpe de Cartagena del Chairá -a 600 kilómetros- se tarda tres días en llegar a este remoto puerto.
Cuando visitamos esta vereda fue necesario que varios vecinos se juntaran para lograr preparar una taza de café. La razón es que acá, donde los gallinazos parecen vigilarlo todo, no hay café, ni azúcar, ni siquiera agua con condiciones mínimas. El agua la purifican con el tiempo. La toman del río en un balde que dejan reposar toda la noche. Al siguiente día vierten aparte el líquido de arriba y botan el remanente más turbio.
Allí viven unas 120 familias y un niño a quien la vida le ha tirado muy duro. Se llama Daniel, tiene 10 años y la suya es una historia de desgracia en el confín de Colombia. Siendo un bebé le dio una fiebre severa que lo electrocutó. Resultó ser una meningitis desatendida que lo condenó a la cuadraplejia. Decir que ha crecido en improvisadas sillas de ruedas es un eufemismo, se trata de una silla Rimax que su papá adecuó con cinturones para evitar que se caiga.
El Cicr le llevó una silla especial para su edad y condición. Cuando la vio, Daniel pataleó y lloró de alegría.
Sofía es una de sus vecinas. Se trata de una niña de 3 años y cabellos dorados que vive sola con su mamá en un cubo de tablas que hace las veces de casa. La madre de Sofía, una mujer de 40 años que habla mientras espanta con la mano una nube de moscos, me contó cómo logra sacar adelante a su hija en un pueblo desabastecido y donde nadie tiene empleo. Ni a dónde ir.
-¿Qué comen?
-De todo, lo que haya. Y las veces que no hay nada pasamos con agua panela.
-Por ejemplo, ¿hoy qué han comido?
-Agua panela.
http://www.semana.com/noticias-nacion/entranas-del-caguan/149860.aspx
Por puro instinto de supervivencia arrancó a correr envuelta en llamas hacia el imponente río Caguán -que pasa por toda su vida y frente a su rancho- y se revolcó en el lodazal hasta que logró aplacar la candela. Cuando los vecinos acudieron, Aurora, de 35 años y con tres hijos, tenía las heridas abiertas, sucias de barro. Eran las cinco de la tarde del pasado 25 de julio, cómo olvidarlo. En ese momento empezó un esfuerzo conjunto y desesperado por sacarla del puerto de Cumarales y llevarla a un centro médico en la cabecera municipal de Cartagena del Chairá.
Fue un viaje tortuoso, y caro. Salir del medio hacia el alto Caguán es algo que significa ante todo plata y distancia. La travesía se hace por el gran río, que visto desde la lejanía del cielo es como una culebra oscura rompiendo a lo largo la espesa selva que cubre el departamento, imponente. Por orden del Ejército, desde hace varios años es prohibido navegar de noche, se trata de una medida de seguridad en una inabarcable maleza donde por décadas las Farc fueron la única autoridad. A riesgo de ganarse un tiro, a las ocho de la noche, cuando por fin consiguieron una lancha rápida y gasolina suficiente, un vecino y el esposo de Aurora se embarcaron con ella en busca de un doctor, río arriba.
Luego de tres horas sorteando las adversidades arribaron a Cartagena del Chairá. Allí, Aurora por fin recibió las primeras atenciones. Tras esto la remitieron en ambulancia hasta Florencia, la capital de Caquetá. Y de Florencia la trasladaron vía aérea hasta el hospital Simón Bolívar de Bogotá, donde permaneció un par de meses.
"Cuando me dieron de alta, volver otra vez acá también fue complicadísimo", me dice mientras se queja por los dolores intensos y recurrentes en varias articulaciones del cuerpo arruinadas por el fuego. Con todo y eso, sonríe y apunta que en Cumarales las condiciones no son tan precarias como veremos, más adelante, cuando arribemos a Peñas Rojas, en el bajo Caguán, donde los gallinazos adornan las casas de la gente.
Los pueblos a lo largo del río Caguán son como islas remotas. Cuando un foráneo llega es el centro de atención y los habitantes se desviven por atenderlo sorprendidos de ver a alguien que fue hasta allá. ¿A qué viene?, se preguntan incrédulos. Del mismo modo que los visitantes nos preguntamos: ¿Por qué se quedan?
A simple vista, lo que se ve son mil razones para irse. Las necesidades básicas son carencias. No hay energía eléctrica, salvo en Remolinos del Caguán; no hay sistema de salud y sí un agreste ambiente en el que se incuban enfermedades fatales. No hay agua potable, mucho menos empleo o instituciones de capacitación, amén de algunas escuelas en condiciones precarias. La comunicación telefónica es casi un milagro. No hay vías de comunicación, con excepción del río a un costo inalcanzable por el valor de la gasolina (un par de canoas con motor ofrecen el servicio, un puesto desde el bajo Caguán hasta Cartagena del Chairá cuesta entre 150.000 y 200.000 pesos). Por esa misma razón la comida escasamente llega. Muchas veces no. Por cuenta de las lluvias de glifosato los cultivos de pan coger se arruinan, igual que el ganado. Y la situación de seguridad es una tensión constante en la que vive la gente: vigilada por el Ejército, ante el que no se pueden mostrar amigables pues temen los ajustes de cuentas de las Farc.
Pero no siempre fue así. Los vastos territorios del Caguán empezaron a ser colonizados hace unos setenta años por campesinos sin tierra que soñaban con un pedazo de terreno para levantar una casa y trabajar. Los primeros se adentraron en la selva para tener algo. En los años cincuenta vino una segunda oleada de desarraigados provenientes del centro del país (Huila, Tolima, Cauca), que huían de la Violencia interpartidista y perseguían el sueño de una finca. Abrieron otros 'claros' en la selva tratando de salir adelante. A comienzos de los ochenta llegó la coca y les ofreció por primera vez a los empobrecidos colonos la posibilidad de un ingreso fijo cada 45 días, dinamizando el transporte por el río y el comercio en general. El negocio fue tan próspero que la coca se expandió hasta hacer de Caquetá un gran monocultivo controlado por las Farc a punta de fusil y terror. Todo con la cómplice ausencia del Estado.
El fin del abandono oficial se llamó Plan Patriota y vino luego de que se rompieron los diálogos de paz (1998-2002). El gobierno del presidente Uribe diseñó e implementó el más gigante operativo militar del que se tenga registro para eliminar a las Farc en su refugio histórico. Con altísimos costos, el Ejército logró arrebatarle a la guerrilla el control de la zona. A través de puestos de mando y vigilancia en puntos estratégicos, desde 2004 todo lo que se mueve a lo largo del río Caguán es escrutado por la Fuerza de Tarea Conjunta Omega, que opera en tierra, agua y aire. A su vez, la Policía Antinarcóticos avanza en el mismo sentido que el río con fumigaciones aéreas y brigadas de erradicación manual desterrando la coca. Del próspero negocio solo quedan recuerdos.
Una vez la fuerza pública lograra el control de la zona vendría el Plan de Consolidación, que traería la presencia del Estado a través de instituciones y programas de inversión social. Pero esta fase sigue siendo un asunto pendiente. Los habitantes a lo largo del río Caguán dicen que hasta ahora la única cara que conocen del Estado es el verde oliva del Ejército. Rechazan la represión que este ejerce sobre ellos, y si se les pide un ejemplo de esos "atropellos" pueden pasar horas narrando irregularidades que se corroboran al recorrer la zona.
Los ex habitantes de la vereda Peñas Coloradas, en el medio Caguán, son el más vivo ejemplo. Todos citan la fecha exacta: 25 de abril de 2004. Ese día la fuerza pública entró al caserío que ocupaban unas 700 familias. "Nos reunieron y nos dijeron que por nuestro bien nos fuéramos, pero ya", recuerda un campesino. Todos huyeron. Hoy en el pueblo, que dice el Ejército era un fortín de las Farc, no hay ni se permite el ingreso de un solo civil. Las humildes casas de madera desde entonces son ocupadas por los militares de la brigada móvil 22, mientras que sus propietarios viven desplazados. Muchos están en Cartagena del Chairá, desde donde intentan acciones legales y cívicas para que les restituyan sus bienes.
Los oficiales de mando instalados en Peñas Coloradas niegan que su tropa tenga tomado el pueblo, pero no permiten ningún ingreso, ni siquiera a la prensa. Sin embargo, a simple vista se ven los palafitos, sobre la línea del río, tomados por los uniformados, y por las calles que se adentran al pueblo se observa que los soldados entran y salen de las viviendas. En el inmueble que da frente al punto de desembarco y donde antes funcionaba un restaurante hay un retén militar permanente.
Allí deben registrarse todas las personas que transitan el río. Desde ese punto el Ejército restringe los volúmenes de alimentos que los pocos comerciantes que quedan intentan llevar a los poblaciones río abajo. Igual ocurre específicamente con los medicamentos y la gasolina y, en general, con toda la mercancía que se intenta transportar por allí. Por cuenta de la sospecha de que todo va para la supervivencia de la guerrilla, los campesinos malviven.
El abastecimiento de la comida es cada día más difícil y los precios son absurdos. Una panela en el bajo Caguán puede costar 6.000 pesos. Por falta de combustible hace años que no funcionan las plantas de energía que tienen algunas poblaciones privilegiadas, con las que antes podían iluminar sus noches.
Los puestos de salud que algunas comunidades han construido están abandonados. Ni siquiera se encuentra allí un botiquín de primeros auxilios. "O sea, no tenemos derecho a enfermarnos", concluye un campesino un poco más al sur del río, en el puerto de Santo Domingo.
En diciembre pasado una brigada de salud del Comité Internacional de la Cruz Roja recorrió ocho puertos entre el medio y el bajo Caguán ofreciendo asistencia médica, odontológica y de vacunación gratuita. Centenares de campesinos arribaron al puerto más cercano para recibir alguna atención o vacunar a sus hijos.
Jorge Ramiro Valencia, un jornalero de 48 años que parece de 70, fue a consultar un malestar que lo aqueja desde hace un lustro: no ve por el ojo derecho, este se le volvió una masa blancuzca mínima que reposa al fondo de la cuenca, como inerte. Hace años, cuando le inició ese problema, reunió plata y fue hasta Florencia. Allá logró el veredicto de un médico que le explicó que tenía toxoplasmosis ocular y que debía operarse pronto. Empezó los trámites, pero renunció porque la intervención se la hacían por ocho millones de pesos y apenas logró juntar cuatro. "Me tocó quedarme así", dice.
En jornadas extenuantes, los jóvenes médicos del Cicr encontraron, ante todo, centenares de campesinos -en su mayoría niños- afectados por cuadros de poliparasitismo intestinal. Se requiere una intervención urgente antes de que las consecuencias para los menores sean también irreversibles.
¿Si las cosas son tan complicadas, por qué no buscan mejores condiciones en otra parte? Esa pregunta, formulada en el Caguán, es respondida con más preguntas por los habitantes. A dónde. Cómo. A qué. Explican que a quienes se han ido se les cierran las puertas tan pronto mencionan que provienen del Caguán, porque están estigmatizados. "Supuestamente acá todos somos terroristas".
La sospecha de prestar colaboración o ser parte de las Farc recae sobre todos y da para abusos indignantes. En mayo de 2008, el fiscal Ramiro Antury, delegado ante las Fuerzas Militares, realizó la captura masiva de 28 personas en Remolinos del Caguán y algunas veredas aledañas, acusándolas de rebelión y terrorismo. Dos años después, el epílogo de esa historia no puede ser más paradójico: Antury fue detenido y extraditado a Estados Unidos por narcotráfico, mientras que la mayoría de las personas que había capturado en distintas redadas están libres (pero estigmatizadas) porque los jueces no conocieron pruebas que los vinculen con la insurgencia.
La guerrilla, aunque reducida y replegada, no ha dejado de sembrar terror como lo hizo plenamente a lo largo de casi cuatro décadas en las que asesinó a todo el que no se sometía a sus órdenes. La gente de estos pueblos sabe bien que por el aire flota una sentencia de muerte para quien preste colaboración al Ejército. Dicen que por eso el pasado 11 de octubre una joven, madre de cuatro niños, amaneció abaleada en la orilla de una vía rural de Remolinos. Para evitar suspicacias fatales, se requirió que para practicar el levantamiento del cadáver intervinieran seis integrantes de la junta de acción comunal y siete vecinos más, tratando de garantizar imparcialidad.
En el Caguán la imparcialidad significa supervivencia. El padre Giacinto Franzoi, el líder más destacado de la zona hasta hace un par de años cuando retornó a Europa, lo supo mejor que nadie. Trabajó sin problemas, por 30 años en este polvorín amén de un señalamiento infundado a instancias del fiscal Antury. Franzoi fue el primero en proponer una alternativa a la coca: el cacao. Gestionó recursos y apoyó a los campesinos para que se organizaran y sustituyeran sus cultivos ilegales bajo la consigna 'Sí al cacao, no a la coca'. Muchos se comprometieron y lo traicionaron sembrando coca entre el cacao. Obstinado, Franzoi continuó. Creó una pequeña empresa para procesar cacao. Se trata de Chocaguán, hoy todo un referente y distinguida con el Premio Nacional de Paz en 2004. El cacao es la única esperanza de un desarrollo económico en el Caguán. El Cicr está apoyando iniciativas en este sentido, en varios puertos.
A pesar del esfuerzo, solo una acción decidida del Estado puede imprimirle al proyecto el vigor que requiere. En el extremo sur del bajo Caguán han escuchado de la esperanza del cacao, pero no conocen la primera mata. Es el caso de Peñas Rojas, una población donde la miseria es el paisaje dominante. Un bote de carga que zarpe de Cartagena del Chairá -a 600 kilómetros- se tarda tres días en llegar a este remoto puerto.
Cuando visitamos esta vereda fue necesario que varios vecinos se juntaran para lograr preparar una taza de café. La razón es que acá, donde los gallinazos parecen vigilarlo todo, no hay café, ni azúcar, ni siquiera agua con condiciones mínimas. El agua la purifican con el tiempo. La toman del río en un balde que dejan reposar toda la noche. Al siguiente día vierten aparte el líquido de arriba y botan el remanente más turbio.
Allí viven unas 120 familias y un niño a quien la vida le ha tirado muy duro. Se llama Daniel, tiene 10 años y la suya es una historia de desgracia en el confín de Colombia. Siendo un bebé le dio una fiebre severa que lo electrocutó. Resultó ser una meningitis desatendida que lo condenó a la cuadraplejia. Decir que ha crecido en improvisadas sillas de ruedas es un eufemismo, se trata de una silla Rimax que su papá adecuó con cinturones para evitar que se caiga.
El Cicr le llevó una silla especial para su edad y condición. Cuando la vio, Daniel pataleó y lloró de alegría.
Sofía es una de sus vecinas. Se trata de una niña de 3 años y cabellos dorados que vive sola con su mamá en un cubo de tablas que hace las veces de casa. La madre de Sofía, una mujer de 40 años que habla mientras espanta con la mano una nube de moscos, me contó cómo logra sacar adelante a su hija en un pueblo desabastecido y donde nadie tiene empleo. Ni a dónde ir.
-¿Qué comen?
-De todo, lo que haya. Y las veces que no hay nada pasamos con agua panela.
-Por ejemplo, ¿hoy qué han comido?
-Agua panela.
http://www.semana.com/noticias-nacion/entranas-del-caguan/149860.aspx
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