Entre su extensa llanura, ecosistema de ríos o ciénagas y ariscas ramificaciones de la Cordillera Occidental, el departamento de Córdoba guarda una dolorosa historia de cómo los violentos han querido imponer la ley en su pródigo territorio. Desde mediados del siglo XIX, cuando se empezaron a desarrollar grandes haciendas ganaderas y surgieron los primeros conflictos con colonos, arrendatarios y jornaleros, esta región del país ha vivido una sucesión de guerras que han dejado la memoria de un Estado ausente e innumerables víctimas.
Ya entrado el siglo XX, con la presencia creciente de empresarios nativos y antioqueños, interesados en adquirir tierras para levante de ganado y explotación de madera y caucho, los conflictos agrarios comenzaron a adquirir matices ideológicos. Eran los años 20 y con el protagonismo de la Sociedad de Obreros y Artesanos de Montería, entre otras organizaciones, la lucha entre propietarios y ocupantes de predios se saldó escriturando tierras a los campesinos ubicados en zonas adyacentes a los ríos Sinú y San Jorge.
En 1952, este desarrollo trajo consigo la creación del departamento de Córdoba, segregado del territorio de Bolívar, pero con la autonomía regional llegó también la violencia partidista. Como en buena parte del país, liberales y conservadores empezaron a matarse y pronto aparecieron grupos armados con sus caudillos y leyendas. Desde Tierralta, enarbolando banderas liberales, Mariano Sandón impuso su gesta armada. En Valencia y circunvecinos fue Evaristo Calonge. Ambos se acogieron a la amnistía de Gustavo Rojas Pinilla.
Las Fuerzas Militares, con Clodomiro Castilla o Adán Romero también tuvieron sus héroes, pero muchos de los distintos bandos no sobrevivieron, la mayoría ajenos a la guerra. El protagonismo más largo lo tuvo Julio Guerra, un guerrillero liberal que dominó en el Alto San Jorge y que después de desmovilizarse en 1959, terminó apoyando el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL) de Alfonso López Michelsen. Descontento con la política, terminó sumándose al nuevo coloso de la violencia en los años 80: la guerrilla del Epl.
El Ejército Popular de Liberación (Epl) surgió por iniciativa de disidentes del Partido Comunista, y desde su primera proclama en Uré, zona montañosa del Alto Sinú, desplegó su accionar subversivo en todo el departamento, aplicando la medida tradicional del movimiento insurgente: el secuestro, la extorsión y el ataque a la fuerza pública. Una guerrilla que primero cobró forma bajo el liderazgo de Pedro Vásquez Rendón, Pedro León Arboleda y Francisco Garnica y después se multiplicó en varias regiones de Colombia.
Después de su cuarta conferencia, en los años 70 llegaron las Farc, empecinadas en extender su influjo desde el Nudo del Paramillo hasta la región de Urabá. Y con el paso de esa década, por su proximidad a la costa y en las habituales rutas del contrabando vía Panamá, empezó a echar raíces el narcotráfico. En los años 80, ya el departamento de Córdoba era un hervidero de violencia generalizada, a la que no demoró en sumarse la fuerza contrainsurgente que potenció la barbarie hasta sus máximos límites: el paramilitarismo.
Primero fue el fortín de Fidel Castaño en su finca Las Tangas, en área rural del municipio de Valencia. Después las Autodefensas de Córdoba y Urabá que, fortalecidas por los dineros del narcotráfico, lograron el repliegue de las Farc e impusieron su sello de masacres. Y luego, en manos de Carlos y Vicente Castaño, con el apoyo de Salvatore Mancuso, Carlos Mario Jiménez, alias Macaco, y Diego Murillo Bejarano, alias Don Berna, entre otros, las Autodefensas Unidas de Colombia, que diseminaron el terror a lo largo y ancho de Colombia.
El epicentro de esta violencia sin control fue el departamento de Córdoba. La prueba es que en 2003, cuando las autodefensas empezaron a negociar su desmovilización a medias con el gobierno de Álvaro Uribe, su sitio de concentración fue Santa Fe de Ralito, en el municipio de Tierralta. Pero después de una década de crímenes, sus máximos líderes eran también los amos del narcotráfico y más temprano que tarde sus segundos entraron en guerra por el control de las rutas y los vasos comunicantes del delito.
En el pasado quedó regada la historia del Epl, arrasado por el paramilitarismo y desmovilizado en 1991. Se transformó en el movimiento Esperanza, Paz y Libertad, blanco selectivo de las Farc y también cooptado por las autodefensas. También se empieza a olvidar la mano de los Castaño en el grupo de Perseguidos por Pablo Escobar (Pepes), que fue esencial para desvertebrar el narcoterrorismo del capo. De toda esta larga herencia de verdugos de distintas falanges, quedó el caldo de cultivo que hoy se denomina bandas criminales.
Un estremecedor recuento de tragedia e intolerancia que la Vicepresidencia de la República y el Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos dejaron consignado en el informe “Dinámica de la violencia en el departamento de Córdoba 1967-2008”, donde también se incluye la radiografía de la barbarie más reciente. Inicialmente, Los Traquetos y los Héroes de San Jorge, articulados a la Oficina de Envigado creada por Don Berna, contra Los Paisas, asociados a Daniel Rendón Herrera, alias Don Mario.
Hoy, con Don Berna, Macaco y demás extraditados en cárceles de Estados Unidos, y Don Mario preso en Bogotá, el departamento de Córdoba parece un terreno minado. Las Farc que van y vienen, desde Urabá hasta el Chocó, sembrando la muerte. Y al menos cuatro bandas criminales que se disputan el imperio de la droga: Los Urabeños, Los Paisas, Las Águilas Negras y Los Rastrojos. Su denominador común, el narcotráfico. Su único lenguaje, el poder de sus gatillos. Los nuevos victimarios en un departamento azotado por la violencia.
En su secuencia de venganzas e impunidad, en los últimos años unos y otros han asesinado a decenas de personas. Pero el pasado 7 de enero les quitaron la vida a los jóvenes biólogos Mateo Matamala y Margarita Gómez y el doble crimen representa por estos días la gota que rebosó la copa. Las autoridades han dicho que el peso de la ley va recaer sobre los homicidas. ¡Se ha dicho tantas veces en las últimas décadas! Los ríos Sinú y San Jorge, arterias de esta tierra fecunda y bella, han sido testigos mudos de una epidemia que no cesa.
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Ya entrado el siglo XX, con la presencia creciente de empresarios nativos y antioqueños, interesados en adquirir tierras para levante de ganado y explotación de madera y caucho, los conflictos agrarios comenzaron a adquirir matices ideológicos. Eran los años 20 y con el protagonismo de la Sociedad de Obreros y Artesanos de Montería, entre otras organizaciones, la lucha entre propietarios y ocupantes de predios se saldó escriturando tierras a los campesinos ubicados en zonas adyacentes a los ríos Sinú y San Jorge.
En 1952, este desarrollo trajo consigo la creación del departamento de Córdoba, segregado del territorio de Bolívar, pero con la autonomía regional llegó también la violencia partidista. Como en buena parte del país, liberales y conservadores empezaron a matarse y pronto aparecieron grupos armados con sus caudillos y leyendas. Desde Tierralta, enarbolando banderas liberales, Mariano Sandón impuso su gesta armada. En Valencia y circunvecinos fue Evaristo Calonge. Ambos se acogieron a la amnistía de Gustavo Rojas Pinilla.
Las Fuerzas Militares, con Clodomiro Castilla o Adán Romero también tuvieron sus héroes, pero muchos de los distintos bandos no sobrevivieron, la mayoría ajenos a la guerra. El protagonismo más largo lo tuvo Julio Guerra, un guerrillero liberal que dominó en el Alto San Jorge y que después de desmovilizarse en 1959, terminó apoyando el Movimiento Revolucionario Liberal (MRL) de Alfonso López Michelsen. Descontento con la política, terminó sumándose al nuevo coloso de la violencia en los años 80: la guerrilla del Epl.
El Ejército Popular de Liberación (Epl) surgió por iniciativa de disidentes del Partido Comunista, y desde su primera proclama en Uré, zona montañosa del Alto Sinú, desplegó su accionar subversivo en todo el departamento, aplicando la medida tradicional del movimiento insurgente: el secuestro, la extorsión y el ataque a la fuerza pública. Una guerrilla que primero cobró forma bajo el liderazgo de Pedro Vásquez Rendón, Pedro León Arboleda y Francisco Garnica y después se multiplicó en varias regiones de Colombia.
Después de su cuarta conferencia, en los años 70 llegaron las Farc, empecinadas en extender su influjo desde el Nudo del Paramillo hasta la región de Urabá. Y con el paso de esa década, por su proximidad a la costa y en las habituales rutas del contrabando vía Panamá, empezó a echar raíces el narcotráfico. En los años 80, ya el departamento de Córdoba era un hervidero de violencia generalizada, a la que no demoró en sumarse la fuerza contrainsurgente que potenció la barbarie hasta sus máximos límites: el paramilitarismo.
Primero fue el fortín de Fidel Castaño en su finca Las Tangas, en área rural del municipio de Valencia. Después las Autodefensas de Córdoba y Urabá que, fortalecidas por los dineros del narcotráfico, lograron el repliegue de las Farc e impusieron su sello de masacres. Y luego, en manos de Carlos y Vicente Castaño, con el apoyo de Salvatore Mancuso, Carlos Mario Jiménez, alias Macaco, y Diego Murillo Bejarano, alias Don Berna, entre otros, las Autodefensas Unidas de Colombia, que diseminaron el terror a lo largo y ancho de Colombia.
El epicentro de esta violencia sin control fue el departamento de Córdoba. La prueba es que en 2003, cuando las autodefensas empezaron a negociar su desmovilización a medias con el gobierno de Álvaro Uribe, su sitio de concentración fue Santa Fe de Ralito, en el municipio de Tierralta. Pero después de una década de crímenes, sus máximos líderes eran también los amos del narcotráfico y más temprano que tarde sus segundos entraron en guerra por el control de las rutas y los vasos comunicantes del delito.
En el pasado quedó regada la historia del Epl, arrasado por el paramilitarismo y desmovilizado en 1991. Se transformó en el movimiento Esperanza, Paz y Libertad, blanco selectivo de las Farc y también cooptado por las autodefensas. También se empieza a olvidar la mano de los Castaño en el grupo de Perseguidos por Pablo Escobar (Pepes), que fue esencial para desvertebrar el narcoterrorismo del capo. De toda esta larga herencia de verdugos de distintas falanges, quedó el caldo de cultivo que hoy se denomina bandas criminales.
Un estremecedor recuento de tragedia e intolerancia que la Vicepresidencia de la República y el Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos dejaron consignado en el informe “Dinámica de la violencia en el departamento de Córdoba 1967-2008”, donde también se incluye la radiografía de la barbarie más reciente. Inicialmente, Los Traquetos y los Héroes de San Jorge, articulados a la Oficina de Envigado creada por Don Berna, contra Los Paisas, asociados a Daniel Rendón Herrera, alias Don Mario.
Hoy, con Don Berna, Macaco y demás extraditados en cárceles de Estados Unidos, y Don Mario preso en Bogotá, el departamento de Córdoba parece un terreno minado. Las Farc que van y vienen, desde Urabá hasta el Chocó, sembrando la muerte. Y al menos cuatro bandas criminales que se disputan el imperio de la droga: Los Urabeños, Los Paisas, Las Águilas Negras y Los Rastrojos. Su denominador común, el narcotráfico. Su único lenguaje, el poder de sus gatillos. Los nuevos victimarios en un departamento azotado por la violencia.
En su secuencia de venganzas e impunidad, en los últimos años unos y otros han asesinado a decenas de personas. Pero el pasado 7 de enero les quitaron la vida a los jóvenes biólogos Mateo Matamala y Margarita Gómez y el doble crimen representa por estos días la gota que rebosó la copa. Las autoridades han dicho que el peso de la ley va recaer sobre los homicidas. ¡Se ha dicho tantas veces en las últimas décadas! Los ríos Sinú y San Jorge, arterias de esta tierra fecunda y bella, han sido testigos mudos de una epidemia que no cesa.
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